Dijo el cuervo: "Nunca más"


Foto de Edgar Allan Poe

Cuando uno mira fijamente los ojos de un personaje retratado en una foto antigua, es casi inevitable que fantasee con su existencia, permitiendo por un segundo a la imaginación hacer de lógica. La vida inventada de aquellos hombres, tan lejanos como el tiempo, se reconstruye en nuestra mente de la misma manera en que unas células descontroladas se expanden por el cuerpo para crear un cáncer. Los ojos de Edgar Allan Poe, confirmando la reflexión antes escrita, nos introducen en una atmósfera de misterio, revelándonos la vida de un poeta acosado por el terror y la muerte.

Corría el año 1849, y las heridas de Poe intentaban cicatrizar. Su esposa Virginia había muerto de tuberculosis; moribunda, había desaparecido frente a él como las mujeres que poblaban sus relatos. Para asegurarse un casamiento que nunca se produjo, había prometido dejar de beber. Pero la destrucción no lo había abandonado: vivía encerrado en su casa, escribiendo, quizá dejando de existir. Hasta que empezó a viajar de un lugar a otro, quién sabe por qué. "Llegué aquí con dos dólares", le escribió a su suegra, "de los cuales te mando uno. ¡Oh, Dios, madre mía! ¿Nos veremos otra vez? ¡Oh, VEN si puedes! Mis ropas están en un estado tan horrible y me siento tan mal...". Lo encontraron en Baltimore, delirando, tirado en el suelo, vestido con las ropas que él mismo describió. En el hospital donde lo encerraron, cuentan que no paraba de susurrar el nombre de su esposa y de alguno de sus personajes. Murió tres días después, el 7 de octubre, a causa de una "inflamación cerebral", según los periódicos de la época.

Lo enterraron un día después, su cadáver metido en un ataúd barato. La lápida que su primo había comprado se rompió antes de poder usarla. Asistieron a la ceremonia unos pocos conocidos, que no se dignaron ni a pronunciar unas últimas palabras. El sermón del reverendo que lo despidió duró unos escasos tres minutos.

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